domingo, 4 de enero de 2009

Ignorancia en política



Publicado en el Nickjournal arcadiano
viernes 28 de septiembre de 2007












Años antes de que Anthony Downs hablara de la “ignorancia racional”, Schumpeter planteó la cuestión de forma deliberadamente provocativa. Un ciudadano corriente, dejó escrito en Capitalismo, socialismo y democracia, “invierte menos esfuerzo disciplinado en dominar un problema político que en una partida de bridge”. ¿No es una completa exageración? Veamos los argumentos y juzguen ustedes.

Observarán que el economista austriaco habla de “inversión”, lo que nos remite a los costes y beneficios que supone llegar a dominar un problema político. Esa es la línea argumental habitual para explicar por qué es racional ser ignorante en política: ¿cuáles serían los incentivos de un ciudadano para adquirir un conocimiento serio de los problemas políticos del país y formarse un juicio bien meditado sobre ellos? Un estudio concienzudo de los múltiples asuntos públicos requiere atención y tiempo, mucho más del que empleamos en la somera lectura del periódico con el café de la mañana. Cuanto mayor es el caudal de información disponible, que hoy es ciertamente abrumador, precisamente porque resulta más accesible que nunca, más tiempo necesitaremos para cribarla, analizarla y extraer conclusiones relevantes; sin mencionar que la atención a los detalles y technicalities suele ser ardua o que el seguimiento de los problemas exige cierta constancia. Pero además se trata de la inversión en un bien público, pues si con su opinión y con su voto el ciudadano bien informado promueve mejores políticas, los efectos de éstas beneficiarán al conjunto de los ciudadanos, estén o no bien informados. De forma que nuestro ciudadano bien informado correrá individualmente con los costes de informarse bien, mientras que los posibles beneficios se extenderán al conjunto de la sociedad y sólo participara de ellos como uno más. Con todo, más importante aún es otra cosa: cuál es la probabilidad de que el voto de nuestro ciudadano bien informado sea decisivo a la hora de determinar la mejor política, teniendo en cuenta que el peso de su voto se diluirá conforme aumente el cuerpo electoral. En unas elecciones generales como las que se aproximan, la probabilidad de que un voto bien meditado e informado llegue a marcar la diferencia en el resultado electoral es prácticamente cero. En definitiva, dado que su aportación viene a ser insignificante y no cambiará las cosas, no es una inversión atractiva y el ciudadano corriente carecerá de aliciente para ir más allá de una información superficial y barata.

Naturalmente, hay excepciones a lo dicho conocidas por todos. Son aquellas personas que pueden obtener un beneficio personal directo de su conocimiento de los asuntos públicos, como políticos profesionales, periodistas, agentes de grupos de interés o científicos sociales, que consiguen gracias a ello poder, dinero y prestigio. Para el resto, como sugiere Mancur Olson, la información sólo valdrá la pena en la medida en que resulte amena y entretenida, lo que explica no pocas cosas acerca de los medios de comunicación y la extensión del infotainement. No deberíamos sorprendernos, en consecuencia, por el hecho de que los escándalos sexuales, hechos asombrosos y noticias de interés humano consigan mayor atención informativa que los intrincados análisis de la política económica o los detalles técnicos de una reforma legal. Estamos avisados por autores como Olson de que, si la información ha de ser una forma de entretenimiento, tal será el rasero a la hora de decidir qué es noticia.

A nadie se le escapa una consecuencia importante de todo esto: la desinformación convierte a los ciudadanos en presa fácil de las estrategias propagandísticas de líderes, partidos, o grupos de interés o idealistas, o de las informaciones sesgadas y adulteradas que presentan en defensa de sus puntos de vista. Nada nuevo. Sin embargo, un autor como Schumpeter nos invita a dar un paso más y considerar la raíz del problema: si las técnicas persuasivas, como la repetición constante de los mensajes, o la apelación a impresiones y factores extrarracionales, funcionan en política es, en gran medida, porque el ciudadano corriente tiene aquí “la impresión de moverse en un mundo ficticio”, donde su sentido de la realidad se ve atenuado, cuando no se desvanece. Ahí está el contraste que el austriaco ve con los asuntos que están bajo nuestra observación personal, con independencia de lo que diga el periódico, y que afectan directamente a nuestra vida, familia, trabajo, negocios, amigos o cualesquiera intereses y actividades que tengamos. En los asuntos que nos conciernen personalmente, por lo general, tenemos en cuenta los hechos y desarrollamos un sentido de la responsabilidad, que viene dado por la relación directa entre nuestras acciones y sus consecuencias. Ése es el gran problema para Schumpeter: si en su quehacer profesional o sus negocios el ciudadano se somete a las exigencias de la realidad y de la responsabilidad por las consecuencias de sus actos, tal disciplina se relaja o se pierde por completo cuando se ocupa de las cuestiones políticas que no guardan relación directa con sus actividades. Las consecuencias aquí se vuelven inciertas, remotas, o se difuminan socialmente, y el juicio se vuelve liviano en una atmósfera sin gravedad. Incluso en los asuntos locales, que están más a su alcance, el ciudadano muestra “una capacidad limitada para discernir los hechos, una disposición limitada para actuar de acuerdo con ellos y un sentido limitado de la responsabilidad”.

Justamente esas limitaciones son las que explican, a su juicio, que el ciudadano típico lo haga peor cuando discute sobre problemas políticos que cuando juega al bridge, donde al menos encuentra una tarea bien definida, un propósito claro y reglas precisas a las que debe ajustarse. Por lo demás, Schumpeter piensa que para la mayoría de nosotros la discusión sobre los asuntos políticos no ocupa un lugar muy distinto del pasatiempo frívolo: “Normalmente, las grandes cuestiones políticas comparten su lugar, en la economía espiritual del ciudadano típico, con aquellos intereses de las horas de asueto que no han alcanzado el rango de aficiones y con los temas de conversación irresponsable”. Por eso, retrocedemos “a un nivel inferior de prestación mental” cuando abandonamos nuestras actividades serias para interesarnos por los asuntos políticos del día.

El diagnóstico de Schumpeter no es muy alentador ni edificante. La ignorancia del ciudadano o su falta de juicio en cuestiones políticas, que no distingue entre personas instruidas o no, hunde sus raíces en la misma naturaleza humana y no se soluciona con información abundante, como hemos visto. Y es un asunto de indudable importancia, porque la calidad de la política democrática depende de la existencia de un cuerpo electoral bien informado, responsable y exigente. Pero tal vez no deberíamos preocuparnos demasiado por las pegas de aguafiestas como Schumpeter u Olson, pues nos disponemos a probar un nuevo remedio contra los males que describen: una horita semanal de Educación para la ciudadanía.

(Escrito por Schelling)

El general y la akrasia




Publicado en el Nickjournal arcadiano
viernes 27 de julio de 2007


Si han leído La fiesta del chivo, seguramente recordarán al general José René Román Fernández, Pupo para los amigos, uno de los personaje centrales de la novela. Jefe de las fuerzas armadas dominicanas y casado con una sobrina del dictador, forma parte de la conspiración para acabar con el régimen de Trujillo : cuando el grupo de emboscados haya asesinado a tiros al tirano, con la condición de que le muestren el cadáver, el general se ha comprometido a movilizar inmediatamente al ejército y hacerse con el control del país, descabezando a la policía secreta, el temible SIM, y deteniendo a los parientes de Trujillo. Para ello, durante meses ha ido colocando discretamente a hombres de confianza en los puestos de mando importantes, de modo que todo esté preparado cuando llegue el día, y cuenta con el visto bueno de los norteamericanos para presidir la junta cívico-militar que se hará con el poder. Sin embargo, cuando le llega la noticia del atentado el general Román no hace lo que tenía planeado, a lo largo de una noche en la que inexplicablemente deja pasar una tras otra las oportunidades que se le presentan de llevar a cabo su plan, arruinando las perspectivas de éxito de la conspiración y condenando a una muerte atroz a los conspiradores, entre los que se encuentra. Como cuenta Vargas Llosa: “Desde ese momento, y en todos los minutos y horas siguientes, tiempo en el que se decidió su suerte, la de su familia, la de los conjurados y, a fin de cuentas, la de la República Dominicana, el general José René Román supo siempre, con total lucidez, lo que debía hacer. ¿Por qué hizo exactamente lo contrario?”. Ésa es la pregunta que, de acuerdo con el relato, no dejará de atormentar al general durante los meses que dura su agonía en las mazmorras del SIM, sometido a las interminables sesiones de tortura que dirige personalmente el vesánico Ramfis, hijo mayor de Trujillo (1).

La descripción de la conducta del general Román que hace el novelista es un perfecto ejemplo de lo que los griegos denominaron akrasia (que unos escriben con tilde y otros sin ella) y que ha recibido después distintas denominaciones: debilidad de la voluntad, incontinencia, o incluso debilidad moral, entre otras. Creo recordar que Gengis Kant aludió alguna vez al asunto, pues se trata de un fenómeno curioso, ciertamente esquivo y un tanto paradójico, del que seguramente la gran mayoría de nosotros tiene constancia directa por su propia experiencia, pero que algunos filósofos desde Platón han negado por imposible o, al menos, han considerado problemático. Para quitarle el aire trágico del personaje de Pupo Román, podemos pensar en toda clase de ejemplos cotidianos acerca de aplazar tareas, el tabaco, el alcohol, las dietas, hacer ejercicio, los juegos de azar, las drogas, el sexo y hasta la televisión. Pensemos en el fumador que, consciente de los riesgos que comporta el tabaquismo, ha tomado la firme resolución de dejar de fumar y, a continuación, acepta el primer cigarrillo que le ofrecen; o en el nick que sabe que debería apagar de una vez el ordenador, porque es tarde y mañana tendrá que levantarse pronto para trabajar, pero sigue con la página del nickjournal abierta, leyendo y escribiendo comentarios hasta las tantas. En tales casos decimos que el agente actúa mal a sabiendas o, como diría un filósofo contemporáneo, que actúa intencionalmente contra su mejor juicio, todas las cosas consideradas (2). El agente conoce las alternativas que tiene a su disposición (fumar o no fumar, apagar el ordenador o seguir con el nickjournal), sabe qué es lo mejor que puede hacer y, sin embargo, hace lo que él mismo -no otro- considera peor. También en la literatura desde antiguo encontramos buenas ilustraciones al respecto y seguramente la fórmula clásica está en Ovidio: “Video meliora proboque, deteriora sequor” (Las metamorfosis, VII, 20), de la que se harán eco San Pablo o Bocaccio entre otros.

Es fácil comprender por qué la debilidad de la voluntad resulta incómoda para ciertos filósofos, particularmente para los racionalistas que equiparan la virtud con el conocimiento del bien. De hecho, Sócrates atribuía al vulgo la opinión según la cual “muchos que conocen lo mejor no quieren ponerlo en práctica, aunque les sería posible, sino que actúan de otro modo” (Protágoras, 532d) (3). Pero esa opinión era sencillamente un error para el ateniense: puestos a elegir entre bienes y males, cómo elegiríamos un bien frente a un mal, o un bien menor frente a un bien mayor, o un mal mayor frente a un mal menor. La única explicación plausible para Sócrates es que cometamos un error de cálculo o de apreciación en las magnitudes de bienes y males; es decir, sólo por un defecto de conocimiento podemos obrar mal. Nos convenza o no el modo en que Platón, por boca de Sócrates, rechaza que sea posible la debilidad de la voluntad, su discusión recoge dos rasgos que han fijado la imagen popular del comportamiento akrático: por un lado, el akratés es arrastrado por placeres o pasiones, que vencen a la razón; por otro, a menudo se ve aquejado por cierta miopía intertemporal, de modo que sobrevalora la gratificación inmediata a expensas de una recompensa futura mayor.

Sin embargo, no tenemos por qué limitar el fenómeno de la debilidad de la voluntad a los estrechos márgenes de esa visión tradicional excesivamente moralizadora del “caer en la tentación”, donde los placeres aparecen del lado malo y enfrentados a la razón, el sentido del deber o simplemente lo correcto. En realidad, nada impide pensar en situaciones en las que consideramos que lo mejor sería disfrutar del placer del momento, del que nos privamos por una obligación absurda; o nos atenemos con gran molestia a una regla de cortesía mientras pensamos que lo mejor sería hacer caso omiso de ella. La definición de Davidson a la que me referí antes permite precisamente esa ampliación del punto de vista sobre la debilidad de la voluntad, pues se limita a señalar la divergencia entre la conducta del agente y el juicio comparativo del propio agente, sin prejuzgar el carácter de las razones a favor de las alternativas de acción en conflicto.

En el caso del general, su conducta akrática no encaja en el molde tradicional, pues ni el placer ni la pasión interfieren con sus planes; más bien se ve atrapado por los hilos invisibles de las apariencias y expectativas de quien está inmerso en el círculo familiar del tirano. Por cierto, que el mismo Vargas Llosa toma al final la debilidad de la voluntad del general por indecisión, lo que pone de manifiesto lo elusivo de la akrasía, tan fácil de confundir con otras formas de irracionalidad. Pero el problema de Román no es que vacile entre diversas opciones sin llegar a decidirse, o que una vez tomada la decisión vuelva a reconsiderarla. No, el general adopta una decisión, se compromete con los otros conspiradores y en ningún momento se echa para atrás o piensa que se equivocó, ni reabre el caso para considerar nuevas razones que lo llevarían a actuar de otro modo. Simplemente es incapaz de poner en práctica su decisión, aún sabiendo que es lo mejor que puede hacer en tales circunstancias. Lo dramático es que no tiene más alternativa, pues sabe con total seguridad que, si no actúa, los trujillistas averiguarán más pronto que tarde que es uno de los conspiradores y que entonces no podrá esperar piedad alguna, ni para él ni para su familia. Pero deja pasar la noche del atentado sin tomar las medidas que tenía planeadas y cuando hace algún tímido intento ya es tarde.

(Escrito por schelling)
Notas
(1) Me limito a los hechos tal y como los cuenta Mario Vargas Llosa en la novela. Una versión diferente del papel del general Román en la conspiración puede leerse aquí.
(2) Donald Davidson, “¿Cómo es posible la debilidad de la voluntad?”, en Ensayos sobre acciones y sucesos, Crítica/UNAM, Barcelona, 1994.
(3) Cito al Sócrates de los diálogos platónicos, pues no he podido consultar las Obras completas del mismo Sócrates o los diálogos de Platón con Sócrates, de los que he tenido noticia por Carlos Menem e Ignacio Ramonet respectivamente Como disculpa sólo puedo alegar que he buscado en vano alguna traducción en Amazon.

lunes, 22 de diciembre de 2008

El aplauso más largo



Publicado en el Nickjournal arcadiano
viernes 25 de mayo de 2007
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La discusión sobre el estalinismo que inició Jacobiano (“Guido Rossa y el juicio contra el comunismo”) me recordó la anécdota. Tenía el recuerdo vago de haberla leído en alguna parte hasta que la encontré de nuevo en Koba el Temible. Martin Amis recoge la versión de la anécdota que da Alexander Solzhenitsyn en Archipiélago Gulag, recientemente reeditada. En ambos libros uno puede encontrar el más amplio muestrario de los incontables horrores del estalinismo: la policía secreta, las delaciones, las ejecuciones, las torturas, el miedo permanente, los campos de trabajo, las hambrunas, las purgas, el Terror. Sin embargo, los detalles de tales horrores que se acumulan terminan por desdibujarse y se pierden al cabo del tiempo, mientras que, por alguna razón, esa anécdota permanece intacta como una perfecta estampa de la tiranía. Se la cuento.
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Sucedió en los años treinta, los años del Terror. Había tenido lugar la conferencia del partido en la provincia de Moscú en la que había sido elegido un nuevo secretario, pues el anterior había sido detenido. Como era habitual, la conferencia se clausuró con un homenaje a Stalin. En la sociedad soviética y dentro del mismo partido se había implantado el culto a la personalidad del gran líder y era de todos conocida la afición de Stalin por los homenajes, verdaderamente insaciable. A modo de tributo, los asistentes se pusieron en pie y prorrumpieron en una cerrada ovación. Las salvas de aplausos dedicadas al camarada secretario general siempre eran estruendosas, según recogían rutinariamente las actas, y cada vez más prolongadas, toda vez que los miembros del partido tenían buenas razones para exhibir públicamente su entusiasmo. Con todo, alcanzado el punto álgido, la ovación comenzaba rápidamente a languidecer, algunos dejaban de aplaudir y las palmas decrecían en ritmo e intensidad hasta que por fin cesaban las últimas. Esta vez pasaron dos, tres minutos, pero los aplausos no disminuían. Todo el mundo era observado por los demás y nadie quería mostrar menos celo y devoción que otros. Según cuenta Solzhenitsyn, a los cinco o seis minutos algunos de los más viejos empezaron a mostrar signos de fatiga, pero las palmas seguían batiendo atronadoras en la sala. El entusiasmo fingido daba paso a una tensa y penosa espera. Es fácil imaginar qué largos tuvieron que parecer los minutos de aquella ovación interminable. Pasados diez minutos, algunos desfallecían ya, sin saber qué hacer, mientras esperaban en vano que otros dejaran de aplaudir. Porque nadie quería ser el primero en hacerlo ante la atenta mirada de los agentes de la NKVD. Finalmente el agotamiento pudo más. El director de una fábrica local de papel fue el primero que dejó de aplaudir y se sentó; a continuación, otros siguieron su ejemplo, algunos incluso se desmoronaron exhaustos. Al día siguiente, el director de la fábrica fue detenido, acusado de diversos delitos y condenado a diez años de prisión.

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¿Por qué la gente aplaude a un tirano? Naturalmente, por miedo. Como explica John Kekes a propósito de Robespierre: “Pero el miedo era la principal razón por la que la gente lo seguía. Como nadie estaba a salvo, muchos se apresuraban a demostrar con palabras y hechos que eran leales, entusiastas seguidores. Robespierre ejercía su poder sobre la vida y muerte tan arbitrariamente como Hitler, Stalin o Mao. La arbitrariedad es la clave del terror: si no hay reglas, justificaciones o razones, entonces todo el mundo está en peligro. Las personas sólo pueden tratar de minimizar el riesgo superando a los demás, siendo más obedientes o más leales. Los dictadores lo saben y esto explica muchas de las “manifestaciones espontáneas” y de la adulación pública que extraen de la gente que está a su merced”.
Pero hay algo más. Kolakowski se pregunta por qué no hubo ninguna resistencia cuando las purgas asolaron el partido en los años treinta. Al fin y al cabo, el público de nuestra sala no estaba formado por simples ciudadanos soviéticos, sino por militantes y cuadros del partido, bolcheviques endurecidos por la guerra civil y la represión. Parte de la respuesta es que el poder absoluto redujo el partido, igual que el conjunto de la población, a una colección de individuos aislados, que competían entre sí por mostrar mayor fervor y lealtad. Pero no es el miedo la única causa de la parálisis. Todos ellos habían participado en la violencia masiva desatada contra su propia población y habían aprobado las ejecuciones, las farsas judiciales o que los jefes del partido decidieran quién era el enemigo en cada momento. Cuando les llegó su turno, qué podían invocar. Como dijo un viejo bolchevique por toda respuesta: “Estábamos hasta los codos de sangre”. Y no deberíamos olvidar que la sangre sirve muy bien como cemento ideológico. El crimen une, crea complicidades y no suele tener marcha atrás. Más aún, cuando se ha ido tan lejos, cometiendo toda clase de atrocidades, la causa debe ser grande, excepcional. Debe estar a la altura de la sangre derramada, aunque así deje a sus seguidores en una completa indefensión.

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En un reciente artículo sobre “La desnaturalización del aplauso” en Letras Libres (mayo 2003, pp. 88-90), dice Luigi Amara: “Cuenta la leyenda que el aplauso más largo de la historia se registró en un concierto de Luciano Pavarotti y que alcanzó los seis minutos”. De ser así, el mayor aplauso de la historia se le tributó en realidad a uno de los peores tiranos de la historia y duró once larguísimos minutos. No deja de ser una broma cruel.


(Escrito por Schelling)

La subasta del euro





Publicado en el Nickjournal arcadiano
miércoles 2 de mayo de 2007

¿Cuánto pagarían por un euro? ¿Sólo un euro, como mucho? Aunque no lo crean, las personas pueden llegar a pagar por un euro mucho más de un euro. ¿Cómo es posible que alguien en sus cabales haga una cosa así? Para demostrárselo les invito a participar en un juego que presentó Martin Shubik en un artículo de 1971, aunque él manejaba la moneda estadounidense y lo bautizó la subasta del dólar. El tipo de divisa es lo de menos.
Imagínense que en una reunión de nicks se abre la subasta de un euro. Como en cualquier subasta, los participantes pujan y aquel que haga la puja más elevada se lleva el bien subastado, en nuestro caso el euro. Por supuesto, la expectativa de cada uno de los participantes es conseguir el euro pagando lo menos posible; naturalmente, una cifra que esté por debajo del euro. De lo contrario, menudo negocio. Pero esta subasta es especial, no sólo por la extravagancia de que el bien subastado sea dinero, sino por una regla poco habitual: si en toda subasta paga quien hace la puja más alta, y se lleva su premio, en ésta también ha de pagar al subastador el que hizo la segunda mejor oferta, eso sí, sin llevarse nada a cambio. Esta regla adicional tiene un claro impacto sobre la dinámica del juego, del que los jugadores suelen darse cuenta conforme transcurre el juego.
Para que el juego arranque hacen falta las dos primeras ofertas, después marchará solo. Shubik probó su juego en diversas fiestas y reuniones sociales, cuando la gente está animada y es poco propensa a calcular con detalle… hasta que el juego se ha iniciado. ¿Quién no estaría dispuesto a comprar un euro por unos pocos céntimos? Por probar no pasa nada. Un euro por 10 o 15 céntimos es una ganga. Según van pujando, y elevando el precio del euro, los participantes van entendiendo que se han metido en una pequeña encerrona: si mi puja de 30 céntimos ha sido sobrepasada por una de 35, debo subir a 40 para no perder los 30 por nada; pero mi oponente piensa exactamente lo mismo, por lo que subirá a 45. Como explica Lászlo Mérö, hay una frontera psicológica en torno a los 50 céntimos, cuando ya es evidente que la subasta no era tan buen negocio, pero aún creen los jugadores que pueden ganar algo. Fíjense en que los participantes suben sus apuestas para ganar, como es normal en cualquier competición, pero también para no perder. Y a medida que siguen pujando el posible beneficio va disminuyendo, mientras aumenta la cantidad que podrían perder. Por eso, el momento crítico se produce en el umbral de los 98 ó 99 céntimos, porque a partir de ese momento ya sólo se juega para no perder: si ofrezco 1 euro por el euro y mi oponente abandona, al menos no perderé nada. Pero, por su parte, mi oponente tendrá que elegir entre perder los 98 euros que ofreció o bien subir hasta 101, y perder sólo un céntimo. A partir de ese momento, seguirán pujando únicamente para minimizar sus pérdidas, ofreciendo por un euro más de lo que vale, sin dejar de aumentar en cada ronda de ofertas y contraofertas las pérdidas respectivas.
Según la experiencia de Shubik en sus experimentos informales, el dólar se vendía de promedio a unos 3 ó 4 dólares. Pero se cuentan anécdotas de gente que ha llegado a pagar hasta 20 dólares, incluso en ocasiones la subasta se detuvo porque alguno de los jugadores se quedó sin liquidez. ¿Un completo disparate? Seguramente. Pero no es menos cierto que el disparate se produce porque los participantes en la subasta actúan racionalmente. Ahí radica el indudable interés de la subasta: podemos encaminarnos al desastre no por nuestra mala cabeza, sino a través de una secuencia de pasos, cada uno de los cuales es perfectamente racional, dada la estructura de incentivos de la situación. Por eso, tengan cuidado cuando vean que compiten para no perder lo que han invertido en la competición, aunque quizá entonces sea demasiado tarde.
¿Un juego absurdo? Quiá. El jueguecito de Shubik es un sencillo modelo de cómo funciona la escalada en un conflicto. Si lo piensan, encontrarán aplicaciones de la subasta en toda clase de conflictos. La carrera armamentística durante la Guerra Fría era una subasta del dólar (o del rublo) entre las dos superpotencias. La misma administración Bush da que pensar en la subasta cuando invoca los sacrificios realizados en Iraq, de forma que habría que enviar más tropas para que tales sacrificios no hayan sido en vano. En fin, no faltan situaciones, laborales o políticas, incluso querellas conyugales, en las que nos precipitamos en una subasta del euro por no perder la cara o la reputación. A ver si otro día les cuento una anécdota del estalinismo que me la recuerda.
(Escrito por Schelling)